Cierta mañana de diciembre, sobre el ruinoso puente de madera y juncos que unía la ciudad de Taipéi con la orilla este de Kaohsiung, un pájaro azul aleteaba muy frenéticamente, llamando la atención de las otras aves. Varios niños jugueteaban en la orilla del puente ancestral mientras el sol pintaba de bermejo el bosque, despertando nuevamente el aliento de la vida. A pocos metros, un anciano sentado sobre el tronco de un árbol caído observaba la escena. El viento soplaba en dirección norte – sur y el puente se columpiaba haciendo crujir la madera. El pájaro azul aleteaba cada vez con más velocidad sus alas y el sol ya devolvía al bosque su color verde y ámbar. Había mucha electricidad en el aire, aunque ningún atisbo de tormenta. El anciano se apeó y comenzó a caminar rumbo al puente. Era un otoño muy frío y lleno de hojas secas, sin embargo la resaca del bosque era un aniversario a los ojos. El anciano alzó su vara y dijo: “no molestéis, oh viento, a la perfección humana” y todo el paisaje se volvió amarillo y azul. Los niños seguían jugando en el puente y el pájaro azul dejó de aletear y cayó rendido en el madero. El anciano les dijo a los niños: “volveos a vuestros hogares que la navidad os es propicia”. Luego de ello, el puente ruinoso cayó sobre una vertiente del rio Po. El pájaro azul aleteó otra vez sus alas, fusionándose con el azul del cielo. El anciano volvió a su banquillo rascándose la barba. Hoy, en el bosque disfrutan los niños de la potencia del color y del trino de los pájaros. El puente ya no existe, el pájaro azul vuela en pos de la libertad, aleteando sobre la mirada de los hombres, aunque contento con la sonrisas de los niños.