LA ÚLTIMA BATALLA
La tarde transcurría lenta y silenciosa… La campiña lucía solitaria y el cielo estaba cubierto de un gris plomizo. Nada parecía perturbar la tranquilidad de aquella región.
En el grande y espacioso aposento se encontraba un soldado inglés que se preparaba para entrar en acción.
─Perfecto─, dijo, al admirar su atuendo.
Revisó su impecable casaca roja, con dos filas largas y verticales de botones plateados que brillaban con la luz que entraba por el amplio ventanal. Se acomodó su camisa blanca y su gorro negro de piel de oso.
Su pantalón blanco y bien planchado hacía juego con sus botas negras recién lustradas. En su pecho tenía todo un juego de medallas y dos bandas blancas: Una era para portar la espada y la otra para las balas.
─Ahora falta mi fusil─, exclamó.
Estaba revisando minuciosamente su arma, la cual inspeccionó parte por parte para que pudiera funcionar a la perfección en el momento de entrar en acción.
En esos momentos Diana lo vio y se le acercó curiosa dando ágiles saltos, y le preguntó:
─Mateo… ¿Qué estás haciendo?
El soldado, sin dejar de revisar su fusil, contestó:
─Me estoy preparando para entrar en batalla junto con mi escuadrón de artillería.
Transcurrieron unos segundos de silencio…
El semblante de la chica se ensombreció con un dejo de profunda tristeza. Cariñosamente puso una mano sobre el hombro de su amigo y le dijo en voz baja:
─¡Ay, Mateo! ¡Todavía no logras asimilar que el tiempo de tus grandes batallas ya terminó hace mucho! ¡Solo tú quedas de aquel gran regimiento y ahora te toca vivir de los recuerdos!
Las palabras de la chica resonaron en el aposento y él, encarándose a la realidad, hizo un gesto de decepción a la vez que se encogió de hombros.
Los dos tomaron asiento y él puso el viejo fusil a un lado suyo, a la vez que dijo apesadumbrado:
─Tienes razón. No tiene caso seguir engañándome. Mi ejército no va a aparecer… ¡Cómo anhelo con todo mi corazón participar en una gran epopeya! ¡Es algo terrible el sentirse viejo e inútil! ¡Mis mejores años ya pasaron!
Ella lo miró asombrada y le respondió:
─¡Pero tú no estás viejo! ¡Lo que pasa es que ya no tienes ejército, por lo que actualmente estás inactivo!
El soldado chasqueó la lengua y sonrió débilmente a la vez que trató de darse ánimos, y comentó suavemente:
─Tienes razón, olvidemos eso… ¿Te conté la historia de cuando mis aguerridos hombres y yo vencimos en una feroz batalla al General Sherman?
Diana, mostrando un gran interés, lo animó a hablar:
─Eso no me lo has platicado. A ver, cuenta, cuenta…
─Eramos solo cincuenta y cuatro contra cerca de doscientos cincuenta soldados del General Sherman. Estábamos acorralados detrás de una colina y el enemigo nos rodeó. No teníamos escapatoria y la muerte era más que segura.
Tomás guardó silencio un momento, pues una silueta se iba acercando a ellos. Era Ray, un tipo que tenía unas grandes orejas y dientes incisivos muy pronunciados. Muy sonriente se les acercó, e intrigado exclamó:
─Mateo, alcancé a oír el inicio de tu historia. ¿Y qué fue lo que sucedió en ese momento?
El aludido se recargó en su asiento y prosiguió:
─La única forma de salvarnos fue hacer que un barril de pólvora estallara y yo, como líder de mi regimiento, fui el voluntario. Logré llegar a la cima de la colina, encendí el barril y lo hice rodar hacia el enemigo. El estruendo fue nuestro factor sorpresa, por lo que atacamos, y después de una cruenta lucha, vencimos.
Ray sonrió. Sabía que su viejo amigo verdaderamente había librado feroces batallas en las cuales venció. Mateo siguió narrando:
─La batalla más terrible fue contra el Escuadrón de la Muerte, y debo de confesarles que no hubiéramos ganado si no fuera por mi más fiel compañero de batalla. Él era el más fiero guerrero de todo el regimiento… ¡Con decirles que él solo, sin ayuda de nadie, peleó a bayonetazo limpio contra cincuenta enemigos y a todos los venció!
Los dos se quedaron con la boca abierta. El soldado hizo una pausa, y con voz emocionada, continuó:
─Varias veces me salvó la vida. El jefe Pluma Roja, líder de los indios Appotwamíes, me había atrapado y ya estaba a punto de quitarme la cabellera cuando llegó mi fiel y leal compañero de batalla montado en un caballo. Logró burlar las flechas enemigas y diezmó con su fusil a varios indios guerreros antes de llegar a mi lado y peleó a mano limpia con el jefe apache.
Diana lo miró con mucha admiración y sin atreverse a interrumpirlo. Mateo prosiguió:
─Mi compañero mostró la bravura de un león. El jefe Pluma Roja le dio una gran batalla, pero al final logró vencerlo y lo obligó a rendirse y a fumar la pipa de la paz.
Las últimas palabras de Mateo sonaron quebradas y entrecortadas. Ray y la muchacha se quedaron pasmados al ver que ese curtido y duro soldado comenzaba a llorar. Entre sollozos, dijo:
─¡Snif! ¡Ahora lo que más me duele es haber perdido a mi fiel y querido compañero de batalla! ¡Sin él a mi lado mis sueños por entrar en acción se han desvanecido!
Diana balbuceó:
─¡N-no me digas que tu inseparable compañero de batalla falleció!
El soldado dijo cabizbajo:
─¡Snif! ¡No, no…! ¡En realidad no murió! ¡Creció, dejó la niñez y entró a la adolescencia!
El soldado se incorporó, usando su fusil de bastón.
Diana, quien realmente era una muñeca de plástico con la ropa de la Mujer Maravilla, y Ray, un conejo de peluche, estaban tristes y cabizbajos.
A lo lejos, otros tres personajes habían escuchado todo, y dejando las sombras del aposento, se acercaron.
Se les unieron Batman, el Señor Patata y Bob Esponja. El primero exclamó:
─¡También nos dejó a nosotros y a todos los demás juguetes de la estancia! ¡Ya ni se acuerda de los grandes momentos que pasamos con él!
El soldado, estrujando con nerviosismo su fusil, dijo:
─¡René nos abandonó! ¡Ya es un joven, y el tiempo no lo podemos retroceder!
De pronto, se abrió de golpe la puerta del cuarto y un muchacho entró, tomó su chaqueta azul y salió presuroso. Su novia estaba en la puerta. Ella dijo:
─¡No me digas que ese es tu cuarto! ¿No crees que ya estás bastante grandecito para tener los juguetes que tienes en aquél estante?
Molesto, René le contestó:
─¡Esos juguetes son de Enrique, mi hermano menor! ¡Vámonos, ya se nos hizo tarde! ¡Los chicos ya nos han de estar esperando en la Disco!
La puerta se cerró tras de él, y todos los muñecos se quedaron inmóviles sin saber ni qué pensar ante lo que acababan de escuchar, mientras que lágrimas amargas, que tenían un acre y ácido brillo metálico, salían de los ojos de aquél soldadito de plomo…