Esa noche, de vago impulso, de lunas
y alamedas;
de besos y caricias de intrépidas almas,
abanderados nuestros cuerpos de primicias,
¡deliraban, deliraban!.
A tu fragua, yo derretida toda
y tú, inmenso como el fuego o las llamas,
fulgías como la ardiente zarza
sobre mi, ¡y me abrasabas!.
Eras el prodigio del amor
y de las urgencias
de nuestra adolescencia,
que pura y casta amanecía
y de dulzura nos llenaba.
Y juramos ante los vientos
y las hadas que moraban,
dejar inscripta aquella noche
con un hechizo de finura
la fragancia escondida
entre aromas de bosques
y collage de grillos y de calas.
Y quiso el tiempo
que creciera en dicha la alameda
y que la luna fuera una madraza
y toda la primavera
el grito de nuestro amor
que deslumbraba,
y saturaba al viento
que ¡soñaba y soñaba!.
Allí, nos recibimos, al fin ,
de hombre y de mujer, tras labios enredar
ante natura, que a nuestra estampa se ceñía
como flor,
mientras los dedos del mancebo
en un acto de eterna gratitud,
tiernamente, mi corola,
deshojaba.